Aquel atardecer era igual a cualquier otro en Last River Town. Los hombres se juntaban a beber y jugar a las cartas en el viejo saloon, luego de una dura jornada en la mina o en el campo. El sheriff Palmer solía hacer una ronda cada tanto para controlar que ningún borracho montase demasiado jaleo, pero nunca pasaba nada. La manera más habitual que tenían de comenzar a divertirse era metiéndose con Jimmy, el idiota del pueblo, y ese día no iba a ser la excepción.

—¡Atrápalo, Jimmy! —exclamó el joven Scott arrojándole un cacahuete sin pelar. Jimmy lo atrapó al vuelo entre sus dientes y se puso a masticar la dura cáscara mientras repetía:

—¡Atrápalo, Jimmy!

—¡Ja, ja, ja! —rio John Carton, dueño del periódico local—. El muchacho sí que sabe imitarte, Scott.

—Y que lo digas, lo ha clavado —agregó Thomas Hardman, vaquero de temporada en el Rancho Roseberry, lanzando otro cacahuete hacia Jimmy—. ¡Toma, tonto, te lo has ganado!

—¡Toma, tonto, te lo has ganado! —repitió Jimmy, divertido.

—¡A ti también te ha sacado igualito, Tom! —dijo Dirty Sam y todos se echaron a reír.

—Te crees muy listo, ¿eh, muchacho? —espetó Hardman intentando ocultar su enfado—. Pues ahora veamos si sabes bailar —añadió desenfundando su Colt 45 y apuntando a las piernas del idiota—. ¡Bailarás al ritmo de mi música!

—¡Déjalo ya, Hardman! —intervino el sheriff Palmer desenfundando, a su vez, su propio revólver—. Es un pobre tonto que no sabe lo que hace.

—Pero si solo nos estamos divirtiendo —protestó Hardman—, ¿no es así, Jimmy? ¡Si al muchacho le encanta bailar para nosotros! —Y, sin dar tiempo a nada, disparó al suelo, impactando la bala a escasos centímetros de los pies de Jimmy que, espantado, pegó un salto hacia atrás. El sheriff encañonó a Hardman.

—Te lo advertí, Tom —dijo—, no quiero tener que lamentarlo. Dame ese revólver. —Lo tomó sin esperar respuesta y se lo guardó en el cinturón—. Te lo devolveré cuando crea que te has calmado y, desde luego, no será dentro de este saloon.

El vaquero estuvo a un tris de iniciar una pelea, pero el resto de los hombres habían minimizado el incidente y ya estaban metiéndose de nuevo con el tonto Jimmy.

—No vale la pena que discutas con él, Tom —le dijo Scott—. Ven aquí, que yo invito a esta ronda.

El viejo Sullivan había sacado dos monedas de su bolsa, una de un cuarto de dólar y la otra de 5 centavos, y las sostenía delante de las narices de Jimmy, una en cada mano.

—Mira, muchacho —le dijo, llamando su atención—. Tengo dos monedas. Una de ellas es para ti, la que tu elijas. Dime, ¿cuál prefieres?

Jimmy apenas lo pensó antes de manotear el nickel de 5 centavos.

—¡Me gusta esta! ¡Brilla! —exclamó—. ¡Gracias, señor Sullivan!

Todos los parroquianos rieron a mandíbula batiente mientras Jimmy ganaba la puerta de salida, dando pequeños saltos de alegría y jugando a arrojar la moneda.

—¡Qué muchacho más estúpido!

—Llegaba a ser un poco más tonto y no nace…

—¡Vamos! —dijo Tom Hardman, cambiando de tema—. Vengan aquí, es hora de comenzar con la primera partida.

Al ver que el vaquero estaba barajando los naipes, John Carton, Scott y Dirty Sam arrimaron sillas a su mesa.

—Si van a jugar al póker, quiero que traigan aquí todos los cintos con las cartucheras —ordenó el sheriff Palmer desde su puesto en la barra.

Era esa una regla que ningún hombre del pueblo se atrevía a incumplir. Mientras se iba acercando a la barra, el viejo Sullivan aprovechó para escabullirse.

—Yo, mejor, regresaré a mi cabaña.

—¿Tan temprano? Si apenas hemos tomado un par de tragos…

—Lo siento, pero el póker y yo no nos llevamos bien.

Saludó haciendo un ademán con el ala del sombrero y emprendió el camino de casi una milla y media hasta su morada. La cabaña del viejo Sullivan estaba emplazada fuera de Last River, a la vera del río que daba nombre al pueblo. Mientras repartían la primera mano, los hombres comentaron sobre él.

—Ese viejo ya no es el mismo desde que tuvo que vender su negocio —dijo Scott—. Antes teníamos que sacarlo a rastras de aquí porque no se desprendía de la botella.

—La bebida y el juego estaban controlando su vida —terció Carton—, llegó un momento en que casi lo matan, por eso ha tomado esa decisión. No debemos juzgarlo por ello, está demostrando una gran valentía al negarse a jugar.

—Pues yo creo que está tramando algo —masculló Hardman—, a mí aún me debe 20 dólares de la última partida.

—Ya te los pagará, no lo atosigues. ¿Recuerdas cómo nos pagó a todos cuando vendió su viejo almacén? A Peter Sullivan no le gusta tener deudas.

—Sí, pero continuó apostando y perdiendo después de eso.

—No tanto como antes, Tom. Ahora solo te debe 20 dólares.

—Igualmente, aún debe quedarle un buen pellizco en el banco.

—Yo no estaría tan seguro —intervino Dirty Sam—. Hoy estuve en la tienda de la viuda McCoy y me ha dicho que ayer lo vio sacar todo su dinero. Como ya sabrán, la viuda tiene su tienda justo frente al banco y muy pocos escrúpulos respecto a la vida privada de nadie. No llegó a ver cuánto es lo que retiró, pero dice que el viejo le contó que está buscando vender su cabaña junto al río, aunque no le den demasiado.

—Viejo loco —comentó Scott—. Y ¿a dónde piensa ir a vivir si vende la cabaña?

—Dice que está cansado, quiere trasladarse al sur y comprar una apacible granja en la que disfrutar de sus últimos años sin sobresaltos.

—Pues ¡ay de él si intenta irse sin pagarme los veinte dólares!

—No te preocupes por eso, Tom —intercedió John Carton—. El viejo Sullivan es un hombre de principios, no quedaría tranquilo con su alma si no cancelara sus deudas.

—Entonces, ¿por qué no las canceló ayer, cuando retiró su dinero del banco?

—Eso no lo sabemos con certeza, es lo que dice la viuda McCoy y ya sabes que le gusta el chismorreo.

—Tal vez tenga usted razón —concedió Hardman para que los otros no siguiesen hablando del tema y pudiesen comenzar la partida. Pero, en el fondo, seguía preocupado. El viejo había sido imprudente al retirar sus ahorros del banco y permitir que todo el pueblo lo supiese. Cualquiera podría verse tentado a robárselo, ya que su cabaña estaba tan apartada del resto. Al momento de levantar sus cartas, Hardman ya había decidido quién iba a ser ese cualquiera.

Esa misma noche, Thomas Hardman dejó su caballo en el establo, se llevó un rifle y una linterna de aceite del cobertizo que ocupaba en el Rancho Roseberry y volvió a salir, procurando que nadie lo viera. Dio un rodeo para no atravesar Last River Town y recorrió a pie la milla y media que separaba al pueblo del río, donde vivía el viejo Sullivan.

Lo encontró fuera de la cabaña, fumando una pipa en su vieja mecedora.

—Así que pensabas irte sin cancelar tus deudas, Peter Sullivan —le espetó a modo de saludo.

—¿Qué?, ¿cómo? —se sorprendió el viejo—. Oh, Thomas, eres tú… No sé quién te ha metido esa idea en la cabeza, yo no me voy a ningún sitio.

—Buen intento, pero a mí no me engañas. Sé que te has llevado tus ahorros del banco y estás pensando en retirarte en una granja sureña.

—Eso es cierto, pero aún debo arreglar unos cuantos asuntos antes de irme. Entre ellos, vender la casa… o tus veinte dólares, sin ir más lejos. Ven, pasa. —Entró en la cabaña, haciéndole un ademán a Hardman para que lo siguiese—. Te los daré ahora mismo, así te quedas tranquilo.

El vaquero siguió al viejo hasta el interior de la cabaña y lo vio extraer un pequeño cofre que estaba disimulado tras un saco de avena.

—Conque allí tenías tu escondite, viejo cretino —dijo.

—Pero ¿qué…? —El dueño de casa se dio la vuelta sosteniendo cuatro billetes de 5 dólares en su diestra y quedó paralizado del miedo al encontrarse de frente con el cañón de un rifle que le estaba apuntando.

—Veo que no me has entendido —le soltó Hardman—, lo quiero todo.

Al comprender, el viejo abrazó el cofre con sus ahorros e intentó escapar. Hardman, más rápido de reflejos, le bloqueó la salida y le propinó un fuerte golpe en la nuca con la culata del arma. El viejo Sullivan se desplomó al instante, partiéndose la frente contra el canto de un taburete. Hardman se agachó para comprobar el pulso, pero sabía que no era necesario. El charco de sangre que se estaba formando alrededor de su cabeza revelaba a las claras que los sufrimientos del viejo en este mundo habían cesado para siempre.

—¡Oh, no! —exclamó el vaquero, seguido de una blasfemia—. Me colgarán por esto.

Sin perder un segundo, envolvió el cofre en un pañuelo que se ató al cinturón y vació el aceite de su linterna y de un par de lámparas que encontró, esparciéndolo por el suelo y los muebles. Antes de salir, encendió un fósforo y el aceite se prendió fuego. Toda la cabaña estaba hecha de madera del bosque, no tardaría en arder por completo.

Hardman comenzó a correr, quería regresar al Rancho sin ser visto antes de que en el pueblo se percatasen del incendio. Cuando apenas había recorrido unas trescientas yardas, observó a lo lejos y divisó una silueta humana que se desprendía de las sombras de Last River e iba directamente hacia él. Dejó de correr y se ocultó entre la maleza. Al poco tiempo, otras siluetas se unieron a la primera. A lo lejos, pudo escuchar lo que decía:

—¡Fuego! ¡Incendio! ¡Se quema la casa del señor Sullivan!

Era la voz de Jimmy, el tonto Jimmy.

—¡Maldito estúpido entrometido! —masculló para sí.

Pero no era momento de lamentarse. Amparado en la oscuridad, Thomas Hardman se fue arrastrando hasta el río, procurando alejarse de la cabaña. Cuando llegó a la orilla, ya era perfectamente audible el alboroto de los hombres del pueblo, que acudían a socorrer al viejo sin saber que ya nada podían hacer por él.

El vaquero encontró un árbol cuyo tronco había comenzado a pudrirse por la humedad. Arrancó un pedazo de la corteza y ocultó allí el cofre que había robado de la casa del muerto. Ya regresaría por él cuando las cosas estuvieran más calmadas. Escondió el rifle entre la maleza, a los pies del árbol.

Asegurándose de que nadie lo veía, dio un rodeo para sumarse a los hombres que continuaban llegando. Habían organizado una cadena humana para llevar baldes de agua desde el río hasta la cabaña en llamas.

A pesar de la diligencia con la que actuaron, poco pudieron salvar. Cuando al fin lograron apagar el incendio, el cadáver del viejo se había carbonizado. Aunque el sheriff Palmer no ocultó cierta suspicacia, lo cierto es que nadie pudo explicarse cómo se había iniciado el incendio y no existían motivos para sospechar que no se tratase de un infortunado accidente.

—Pobre señor Sullivan —se lamentó el tonto Jimmy cuando, al fin, los hombres emprendieron el camino de regreso. Ya había comenzado a amanecer y a la mayoría de ellos les esperaba una larga y agotadora jornada de trabajo.

Al anochecer de ese mismo día los hombres volvieron a reunirse en el saloon, pero nadie jugaba a las cartas y casi no hablaban entre sí. Pocas ganas de divertirse tenían, el pueblo había perdido a uno de sus miembros fundadores más respetados y la tristeza asomaba en cada uno de los curtidos rostros, por rudos que quisiesen parecer.

—Pobre señor Sullivan —repetía el tonto Jimmy, como ensimismado.

—Ven aquí, Jimmy —le dijo Dirty Sam cuando ya no pudo soportar oírlo más. El muchacho le obedeció y Sam le mostró una moneda de 5 centavos y otra de un cuarto de dólar—. Mírame, tengo dos monedas, como el viejo Sullivan.

—Como el viejo Sullivan —repitió Jimmy, imitándolo.

—Sí, y lo mismo que él, te regalaré una de ellas, pero debes elegir bien cuál prefieres.

El chico, como hacía siempre, arrebató la moneda de cinco de la mano de Dirty Sam sin pensárselo dos veces.

—¡Quiero esta! Es linda. Brilla.

También como hacía siempre, se fue del saloon jugando a arrojar al aire la moneda, aunque esta vez no daba saltos ni parecía muy alegre.

—Hay que ver qué tonto es este muchacho —comentó Scott sin convicción y apenas recibió alguna media sonrisa como réplica.

Todos bebieron a la memoria del viejo Sullivan y discutieron sobre las tareas de limpieza de la zona que les había encomendado el Sheriff unas horas antes (desde la jefatura del distrito no iban a enviar ningún investigador). Más tarde, intentaron jugar una partida de póker, pero el ánimo no duró demasiado.

El primero en excusarse y abandonar el saloon fue John Carton. Poco después, lo hicieron Scott y Dirty Sam. Thomas Hardman los imitó diez minutos más tarde.

Discretamente, el vaquero dio un rodeo y dirigió su paso hacia el río atravesando la estepa en lugar de tomar el camino de tierra. Esta vez no llevó linterna, no iba a arriesgarse a ser descubierto. Si todo salía como lo había previsto, ya no volverían a saber de él en Last River.

Tardó unos diez minutos en encontrar el árbol donde había escondido el cofre con los ahorros de toda la vida del viejo, pero cuando introdujo su mano en el agujero practicado en la corteza la noche anterior, sus dedos solo tocaron madera podrida.

—¡Demonios! —maldijo al caer en la cuenta de que alguien se le había adelantado. Un miedo creciente lo invadió al pensar que, tal vez, ese alguien lo había visto y conocía su secreto. Tanteo el suelo y dio con el rifle que había ocultado al pie del árbol, por suerte no lo había encontrado su perseguidor. El miedo se transformó en pánico cuando vio surgir una silueta humana de entre las sombras de un arbusto a unos cuantos metros de donde él estaba.

—¿Buscas esto?  —dijo la figura, sosteniendo el maldito cofre con el brazo alzado por encima del sombrero—. Esto me pertenece, Thomas, tú me mataste para conseguirlo.

Era la voz del viejo Sullivan.

—¡Espera, por favor! —exclamó Hardman. En un intento desesperado, pretendió apuntar el rifle contra el fantasma.

—Tú me mataste, Thomas, y he regresado para vengarme…

—Fue un accidente, pero ahora sí te mataré —replicó antes de apretar el gatillo. La bala no salió.

—¿Pretendes volver a matarme?

—¡Piedad, por favor! —suplicó entonces, poniéndose de rodillas y dejando caer el arma—. ¡Yo no quise matarte, Peter Sullivan!

—¡Pero, sin embargo, me mataste!

—Fui cegado por la codicia. Al ver el dinero no pude reprimirme. Pero me arrepiento de todo, ¡por favor, ten piedad de mí!

—¡Por favor —se burló el fantasma, imitando la voz del desesperado vaquero—, ten piedad de mí!

En ese momento, Hardman escuchó el sonido de un percutor amartillándose a sus espaldas. Al girar la cabeza, se encontró con la figura del sheriff Palmer apuntándole al entrecejo con su Colt Peacemaker.

—No te muevas de donde estás si no quieres lamentarlo en el infierno —le dijo—. Tú no estás arrepentido, rata miserable, lo que estás es muerto de miedo como buen cobarde que eres. Pero no te preocupes por el fantasma del viejo Sullivan, hay un sitio en el que encerramos a la escoria como tú y donde ni siquiera los fantasmas se atreven a entrar. ¿No es así Jimmy?, ¡cuéntaselo tú!

—¿No es así Jimmy?, ¡cuéntaselo tú! —repitió el tonto Jimmy mientras se quitaba el sombrero del viejo que llevaba puesto y salía de la penumbra, acercándose al árbol donde estaban los otros dos.

—Anoche —continuó el sheriff Palmer—, cuando Jimmy divisó el fuego, también alcanzó a ver la sombra de un hombre que escapaba y venía hacia aquí. Levántate de ahí y llévate las manos a la espalda —agregó, mostrándole un juego de esposas. El reo le obedeció—. No nos costó demasiado encontrar el cofre que ocultaste aquí.

—Monedas lindas, brillan.

—Claro que sí, Jimmy. Como decía, al encontrar el cofre dedujimos en seguida lo que había pasado, pero aún no sabíamos quién había sido el asesino. Si he de ser sincero, fue Jimmy quien me dio la idea para atraparte. Jimmy y sus excelentes imitaciones, el tonto Jimmy.

—Pobre señor Sullivan —interrumpió Jimmy.

—Sí, muchacho, pobre Sullivan. Pero puedes quedar en paz con tu conciencia, has ayudado a que se hiciera justicia con su alma. ¿No es así, Tom?

—¡Maldito idiota! —profirió Hardman con odio visceral.

—¡Cuida tu lengua, bastardo! —lo reprimió Palmer dándole un empujón—. ¡Vamos, andando! Tengo una fría celda esperando por ti. Y estoy bastante seguro de que pronto podremos verte estrenando una nueva corbata tejana. Una corbata de cuerda con trece nudos, tú ya me entiendes. Será un espectáculo inolvidable para todo el pueblo.

Los dos hombres y el muchacho emprendieron la marcha de regreso a Last River sin volver a pronunciar una palabra. Cuando estaban a mitad de camino, fue el sheriff quien rompió el silencio:

—¿Sabes qué, hijo? No sé por qué te toman por tonto en el pueblo. Tengo la impresión de que nos has estado engañando todo este tiempo.

—Todos dicen que soy tonto, debe ser cierto. Para mí, mejor, así no me busco problemas.

—Hay algunas cosas que no logro comprender. Como el juego ese que siempre te están haciendo con las monedas, por ejemplo. Tú deberías saber que la moneda con la que te quedas, la de cinco centavos, es la menos valiosa de las dos, por eso todos se ríen de ti.

—Eso ya lo sé, la otra moneda vale cinco veces más, pero yo prefiero quedarme con esa.

—¿Por qué?, ¿por qué no elijes nunca la otra, la de veinticinco?

—Eso sería muy estúpido, incluso para mí. El día que cambie y elija quedarme con los 25 centavos, los hombres acabarán con el juego y yo perderé los 5 centavos que me dan cada día.

El sheriff Palmer sonrió al escuchar la respuesta.

—¿Sabes qué, Jimmy? —dijo—. Muchas veces me he preguntado quién de todos nosotros será realmente el idiota.

Nota: Este cuento se ha publicado como complemento de la novela: