Iván Guevara
La mano de Ernesto pulsó el interruptor y toda la estancia se tiñó de una vaporosa luz ambarina. El sótano de la antigua librería de la calle Libertad olía a moho y estaba abarrotado de destartaladas estanterías de madera, colocadas en sentido perpendicular al muro sobre el cual se extendía la escalera de entrada. Contra la pared opuesta a la de la escalera se amontonaban unos cuantos arcones desvencijados, un mueble archivador de cajonera y un pequeño escritorio con una vieja Underwood 5, una libreta encuadernada en tela y una lámpara de estilo modernista que pretendía ser de bronce, aunque era de latón. Tanto las estanterías como los arcones estaban colmados de volúmenes de los más diversos tamaños, épocas y temáticas.
—Tenga cuidado con los escalones —avisó el librero mientras bajaba—, hay alguno que está un poco flojo. Siempre olvido llamar para que vengan a arreglarlo.
—No tiene importancia —respondió el visitante siguiendo a Ernesto hacia el interior del sótano—. Me sorprende que, con lo grande que es el local y lo surtido que está, aún tenga más libros aquí debajo.
—Hay más aquí que los que tengo expuestos para la venta, puede creerme.
—Asombroso. Una librería de veras imponente, majestuosa…
—Y una de las más antiguas de Buenos Aires. Mi bisabuelo la fundó en 1904. El Rengo Flores, le decían. Hasta hay una placa en su honor en una plazoleta del barrio.
El visitante recordó el retrato amarillento del adusto cuarentón de tupidas patillas unidas al bigote que había visto en la planta de arriba, ocupando un lugar destacado detrás del mostrador, en la única pared del establecimiento que no estaba cubierta de estantes.
—Cumplirá su primer siglo dentro de cinco años, entonces.
—Cuatro y medio, porque se inauguró en marzo. Pero no se engañe, el negocio ya no es lo que era. La gente lee cada vez menos. Los libreros que aún subsistimos somos los que hemos tenido la capacidad de adaptarnos abriéndonos a otros ramos.
—¿Quiere decir que la librería es una tapadera?
—Quiero decir que hoy, el verdadero negocio está en otro sitio. Gracias a ello puedo permitirme mantener la librería en funcionamiento.
—Un auténtico bibliófilo, señor Flores.
Mientras conversaban, habían llegado hasta el escritorio del fondo. Ernesto se ubicó enfrentado a la máquina de escribir y señaló, a su invitado, una silla en el lado opuesto.
—Tome asiento, por favor. —El hombre le hizo caso y el librero lo imitó a su vez—. Dejémonos de rodeos. Usted ya sabe a lo que me dedico, señor Equis. Alfredo me ha dado referencias suyas y por eso estamos aquí.
—Buenas referencias, por lo que veo…
—Pésimas, que en su caso son las mejores. No quiero saber qué crímenes ha cometido y, como le dije antes, ni siquiera me interesa conocer su nombre. Lo único que necesito es su compromiso de no echarse atrás cuando le revele el método por el cual le proporcionaremos una nueva vida.
—Eso depende. Si ese método implica ponerme en riesgo de alguna manera, no sé si estaré tan interesado en seguir adelante.
—No se preocupe. No es usted la primera persona con problemas que acude a nosotros para que le facilitemos una vía de escape. Hasta hoy nuestro nivel de éxito ha sido absoluto. Puedo garantizarle que jamás será atrapado, si decide confiarse a nosotros, y que su vida e integridad física no serán puestas en peligro. Pero ya Alfredo tiene que haberle hablado de esto antes de enviarlo a verme…
—Sí, me habló, me habló. De lo que no me habló es del método que piensan usar para que esa fuga sea tan infalible como dicen…
—De eso no le habló, claro, ni tenía por qué, aunque seguramente sí le habrá comentado algo sobre nuestros honorarios.
—Lo hizo, sí —dijo el visitante, colocando sobre el escritorio el pequeño maletín que había traído consigo y disponiéndose a abrir el cerrojo.
—No hace falta que me lo muestre, por favor. Deshonestos pero honrados. Su palabra me basta, ¿cuánto hay?
—Doscientos cincuenta mil pesos.
—Es más que suficiente. Admito que el precio no es barato, pero se lo parecerá cuando le explique nuestra metodología. Si promete confiar en mí y no echarse atrás, podríamos comenzar el proceso ahora mismo, sin movernos de este sótano.
—¿Proceso?, ¿qué es eso de proceso?
—Por favor, no se altere. Le pido disculpas por no haberme expresado con claridad. Digamos que se trata de un viaje, para que lo entienda. Ahora, si desea seguir adelante…
—Está bien, tampoco es que tenga demasiadas alternativas. Acepto ponerme en sus manos y prometo no arrepentirme cuando me haya contado de qué se trata.
—A eso llamo yo un juramento solemne.
—Pensé que era lo que me estaba pidiendo… Por favor, podrían atraparme en cualquier momento, cada minuto cuenta.
—De acuerdo. —El librero hizo un ademán con la mano, abarcando gran parte del ambiente de forma poco concreta—. Aquí mismo, en este sótano, hay un pasadizo que permite desplazarse a través del tiempo. Soy capaz de enviarlo a una época anterior a sus crímenes en la que, por tanto, aún no era usted un prófugo de la justicia.
Ernesto hizo una pausa para estudiar la reacción de su interlocutor, que tardó algunos segundos en responder.
—¿Qué? ¿Una máquina del tiempo? ¿Tengo cara de otario, yo, o se cree que me chupo el dedo?
—Serénese, señor Equis. Permita que se lo explique en detalle…
—Pero ¿de qué detalles me hablás, atorrante? Alcanza y sobra con lo que ya dijiste. ¿Te pensás que sos el primero que se inventa un cuento del tío? Por eso querías que viniera con la guita…
—Por favor, no perdamos la compostura. Yo no lo estoy tuteando. —Se miraron fijamente a los ojos—. Aunque quisiese, no veo cómo podría quedarme con su dinero. Usted no me lo permitiría, físicamente es más fuerte que yo. La única posibilidad que tengo de cobrar es cumplir con mi promesa y hacer que escape usted de este 1999 dejando el maletín aquí. Igualmente, no tiene de qué preocuparse, le daré bienes por un valor casi equivalente en la época a la que decida viajar.
—Sí, claro, en su máquina del tiempo…
Volvía a tratarlo de usted. Era una buena señal, pensó Ernesto. Tardó aún unos cuantos minutos y otras tantas réplicas hasta conseguir que el señor Equis le permitiese explicarse. No había sido de los más difíciles de convencer, pese a todo. Tantos años contando la misma historia y recibiendo respuestas similares le habían proporcionado al librero cierta experiencia en el arte de apaciguar a las fieras.
—En realidad no se trata exactamente de una máquina del tiempo, como usted la llama— dijo cuando, al fin, pudo retomar el hilo de su exposición—. Es una cueva que hay aquí abajo, apenas una grieta en la piedra de estas paredes, pero lo suficientemente grande como para dejar pasar a una persona. Cuando esté preparado, se la mostraré. La cueva contiene una especie de vórtice temporal que permite viajar hasta unos trescientos años al pasado. Ignoro qué sucedería si intentásemos ir más atrás y tampoco sé exactamente cómo funciona el vórtice, ya estaba aquí cuando heredé la librería. Aun así, puedo conseguir cierta precisión en la fecha de destino, con un margen de error máximo de unos diez años antes y diez después, lo cual no está nada mal…
—Espere un poco. Si dice que no sabe cómo funciona la máquina, entonces cómo es que sí sabe manejarla.
—No es una máquina, es una cueva natural. Y yo no diría que lo que hago sea manejarla. Intentaré simplificar la explicación. Quien descubrió la cueva fue mi bisabuelo, el Rengo Flores, ¿recuerda que ya le he hablado de él?
—Sí, el señor de la foto antigua esa que está arriba, el fundador de la librería.
—Exactamente. Eso, la fundación, fue en 1904. Poco tiempo después de adquirir este local, que acababa de ser construido, mi bisabuelo descubrió que en el sótano se había abierto una grieta. La grieta despedía una luz muy extraña y todas las cosas que caían dentro desaparecían. Cierta vez, por hacer una prueba, arrojó un libro a la grieta, que ya se había ensanchado más o menos hasta su tamaño actual. La grieta se lo engulló, pero a la semana siguiente, uno de los dependientes vio cómo el libro se materializaba ante sus ojos en el piso de arriba. Así descubrió que se trataba de una verdadera grieta temporal. También observó que los objetos no volvían a aparecer por la grieta, pero lo hacían en una zona más o menos cercana. La parte sur del barrio de Retiro y, digamos, unas cuantas manzanas de San Nicolás y de Recoleta. A fuerza de estudiar la grieta, se dio cuenta de que la época a la que enviaba los objetos tenía que ver con la temperatura de la grieta y con la cantidad de sombra que el objeto proyectara sobre según qué sector de las paredes que dan forma a la cueva. No me pregunte cómo lo averiguó porque no lo sé. La cuestión es que puso manos a la obra. Algunos años después consiguió instalar un compresor con un primitivo termostato y una complicada serie de pantallas de diferentes tamaños que, al cubrir parcialmente la luz que irradia de la grieta, pueden combinar y modular los sectores de sombra para llegar a una determinada época. El margen de error es el que antes le he mencionado.
—Un momento… Si aquel libro volvió a la librería una semana después de perderse, quiere decir que la cueva también sirve para viajar al futuro…
—Sí y no. En teoría es posible, pero cuando se hicieron las pruebas, ninguno de los voluntarios que fueron enviados al futuro logró regresar, ni tan siquiera aparecer por la puerta de este local en la época a la que se suponía que debían viajar. Ya han pasado más de ochenta años, alguno tendría que haber intentado ponerse en contacto a estas alturas. Con el pasado es diferente. En su primer viaje, mi bisabuelo quiso viajar a los tiempos de la Revolución de Mayo, aunque llegó unos años antes, justo para las Invasiones Inglesas. Eso da igual, lo importante es que logró identificar esta parcela en concreto, que en ese entonces estaba sin edificar, y excavó hasta toparse con el vórtice. Lo mantuvo oculto algunos meses, durante los cuales construyó otro tablero de mandos para poder regresar. Años después, uno de los hermanos de mi bisabuela, Osvaldo, el soltero empedernido, también se ofreció voluntario para viajar al pasado y logró regresar construyendo unos nuevos mandos.
—O sea que sí es posible viajar al futuro o, al menos, regresar.
—Olvídelo. No puedo ofrecerle esa opción. Los planos de los controles son un secreto que ha pasado de generación en generación y no le será revelado a nadie que no sea de la familia. Nuestro negocio consiste en enviar al pasado a gente como usted, personas a quienes en ninguna circunstancia les convendría regresar. Es más, lo recomendable sería enviarlo a una época muy anterior a su nacimiento para evitar cualquier tipo de paradoja accidental.
—Entiendo su forma de pensar. Siendo un delincuente perseguido por la ley, usted se asegura de que nunca me arrepentiré y querré volver a esta época.
—Como ve, todos salimos ganando. —El librero abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó de él un portafolio de cuero—. Los doscientos cincuenta mil pesos —continuó— no son solo para costear su viaje al pasado. También le proporcionaremos toda la documentación legal que le servirá para crearse una nueva identidad en el año de destino. Ésta, por ejemplo —dijo sacudiendo un poco el portafolio para llamar la atención del visitante—, es de finales del siglo pasado, pero tengo de muchas otras épocas, con diferentes nombres cada una de ellas, todas perfectamente legales. Además de la documentación, recibirá usted una cierta cantidad de oro, no demasiado para no levantar sospechas, y también algo de dinero como para sufragar los gastos de los primeros años de su nueva vida.
—¿Dinero antiguo?
—Por supuesto, aunque ya no será antiguo cuando llegue a su nueva época. Respecto a esto, permítame sugerirle elegir algún año comprendido dentro del periodo histórico que va desde 1891 hasta 1959. En esos tiempos el país gozaba de cierta estabilidad económica y el dinero no cambiaba de nombre a cada rato, como en los últimos treinta años. El Peso Moneda Nacional estuvo vigente desde 1881 hasta 1969, fue el que más tiempo nos duró… Imagínese usted viajando a los años setenta, por ejemplo, contando con nuestro margen de error de una década, podría ir a parar a un año en el que el dinero que se llevase de aquí no le sirviese para nada. Hace diez años, sin ir más lejos, teníamos australes en lugar de pesos. ¿Sabe usted cuánto vale hoy un austral?
Era una pregunta retórica. Ambos sabían que un austral no valía nada, equivalía a la centésima parte de un centavo.
Ernesto hizo una pausa para observar al visitante. Su actitud había ido cambiando durante la charla y supo que había logrado convencerle incluso antes de que lo verbalizara.
—Está bien —dijo el hombre—, muéstreme el funcionamiento de su máquina. Si es verdad lo que me ha estado contando, viajaré en cuanto usted pueda arreglarlo.
—Ahora mismo es un buen momento. Si no se ofende, le pediré que coloquemos el dinero aquí. —Ernesto dio dos ligeras palmadas sobre la tapa superior del archivador de cajonera—. No quisiera que, por error o distracción, olvidara dejar el maletín en el presente y cruzara la grieta con él.
—Es verdad —sonrió el señor Equis—, de poco me iba a servir.
El hombre depositó el maletín sobre el mueble archivador y Ernesto, sentado detrás de su escritorio, movió tres palanquitas ocultas bajo la lámpara de latón que quería ser de bronce y comenzó a teclear una serie de coordenadas en la Underwood.
—Puede mirar todo lo que quiera —dijo, sin dejar de mecanografiar—, de todos modos, no comprenderá qué estoy haciendo. Mi abuelo primero y después mi padre, a lo largo de los años, fueron perfeccionando el juego de pantallas y el rudimentario compresor de mi bisabuelo. Ahora, los mandos de lo que usted llama máquina del tiempo están todos montados bajo las teclas de esta vieja máquina de escribir, aunque hay que conocer el código para poder utilizarlos. Estoy programando su destino a finales del siglo XIX para que coincida con la documentación del portafolio, ¿le parece bien? Como le dije, dispongo de otras identidades, así que si prefiere una época distinta dígamelo ahora, antes de que se abra el portal.
—Está bien, no voy a cambiar. Ya que voy a perderme los festejos del tercer milenio, al menos estaré allí para cuando llegue el 1900.
Ernesto terminó de programar en silencio, luego se puso de pie y apoyó el portafolio de cuero con la documentación encima del maletín con el dinero.
—Ahora ayúdeme, si es tan amable —dijo al cabo—. Vamos a mover este archivador.
Pesaba lo suyo, pero entre los dos no tuvieron que hacer un gran esfuerzo para empujar el mueble unos cuantos metros. Cuando lo hubieron hecho, quedó al descubierto un agujero poco más alto que el escritorio, hundido en la piedra de la pared. El librero y su visitante se acercaron y contemplaron la abertura a unos pasos de distancia.
—¿Y este boquete es lo que quiere hacer pasar por máquina del tiempo?
—Tenga paciencia —dijo Ernesto recogiendo el portafolio de cuero—, ya falta poco, aún se están acomodando las pantallas. Se trata de una tarea mecánica, como la del timón de un velero, hay que darle algo de tiempo… En el portafolio, además de los documentos, hay diez mil pesos de la época en billetes más o menos grandes. Tenga cuidado al cambiarlos porque es una pequeña fortuna.
En ese momento, la cueva se iluminó con un resplandor que abarcaba todo el espectro del arcoíris.
—¿Qué es eso? —exclamó el señor Equis, a medias cegado por la repentina luz.
—El vórtice, la grieta… su túnel del tiempo, por así decirlo. Por lo que veo, todavía no se lo acababa de creer, ¿verdad? Espero que esto haya disipado sus dudas. Ahora debe apresurarse. Las coordenadas solo son seguras durante unos minutos, luego no podré garantizarle el año de destino.
El hombre hizo un movimiento llevándose las manos al bolsillo de su chaqueta. A Ernesto le resultó sospechoso y se aferró al portafolio, abrazándolo contra su pecho.
—¡Quedate quieto! —le ordenó el visitante, exhibiendo una placa de la Policía Federal mientras apuntaba al librero con su pistola reglamentaria—. Soy el comisario inspector Nemesio Escudero, de Inteligencia Criminal. No sé de qué va todo esto, pero hasta que lo averigüemos estás arrestado.
—Pero, entonces, Alfredo es un traidor…
—Tu amigo hace veinticuatro horas que está guardado en una celda. Llevamos tiempo sospechando de él y de vos. Todavía no logro creerme el folletín que me contaste, pero lo cierto es que hay criminales que están desapareciendo y tengo tu confesión grabada en mi bolsillo. Date vuelta despacio y poné las manos contra la pared.
—No me lo puedo creer. Después de tanto tiempo, terminar así…
—¿No me escuchás? ¡Las manos contra la pared! Despacio, que pueda verte. —Ernesto comenzó a girarse—. ¡Ahí no! ¡Apartate del agujero! —Sin perder tiempo, el librero llegó hasta la cueva en un par de zancadas—. ¡Alto o disparo!, ¿me oís?
La bala lo alcanzó en la pierna derecha apenas unas décimas de segundo antes de que hubiese terminado de atravesar la grieta. Nemesio Escudero lo vio desaparecer en medio del resplandor. Luego, la luz se apagó y solo quedó un agujero en la piedra.
Se había desmayado al recibir el impacto. Cuando despertó, estaba tirado sobre un colchón de césped mal cortado. Hacía un frío despiadado y había comenzado a oscurecer. La pierna sangraba y le dolía horrores. El hijo de mala madre le había acertado justo en medio del tendón de Aquiles. No veía a nadie en las cercanías que pudiese ayudarlo. En parte, mejor, aún no sabía dónde ni cuándo estaba y no iba a ser sencillo explicar lo de la herida de bala.
Alzó la vista y reconoció el monumento a Alsina que lo miraba de frente, a medias cubierto ya por las sombras del anochecer. Supo que estaba en la Plaza Libertad, lo cual no dejaba de ser una buena noticia. La librería se encontraba a unos quinientos metros de allí —o, al menos, el sitio donde en algún momento estaría la librería—. No le resultaría sencillo andar en aquellas condiciones, pero de nada servía lamentarse. Se arrancó las mangas de la camisa e improvisó con ellas un vendaje para la pierna. Comprobó el contenido del portafolio de cuero, del cual no se había despegado desde el momento de revelar la ubicación de la grieta. Haciendo un esfuerzo leonino, logró arrastrarse hasta un árbol cercano y arrancarle una rama más o menos resistente. Se le ocurrió que el hecho de que la plaza se llamase Libertad podía tomarse como una alegoría, aunque de momento se le escapase el significado. Usando la rama como bastón, pudo salir de la plaza y caminar tambaleante por aquellas calles que tan bien conocía —o conocería, en rigor de verdad—. Volvió a sentirse afortunado de encontrar pocos peatones a su paso.
Al ver el local, comprobó que estaba vacío. Abrió el portafolio y sacó la antigua llave de forja que cuatro generaciones habían atesorado. Los hombres de su familia siempre habían sabido que algo así sucedería tarde o temprano. Ignoraban a cuál de ellos le tocaría volver a comenzar con el negocio, pero sabían que alguno lo haría.
En el portafolio transportaba también el título de propiedad del local. Como comprobó más tarde, había llegado a julio de 1903. Contaba con menos de ocho meses para convertir aquellas paredes llenas de nada en una auténtica librería que, con el tiempo, se convertiría a su vez en una librería de viejo. El trabajo sería arduo, mas no irrealizable. El título de propiedad y la documentación personal estaban a nombre de su bisabuelo. Eso no suponía problema alguno, ya que se llamaba igual que él. Ernesto Flores. El Rengo Flores, le decían en el barrio porque cojeaba de la pierna derecha. Según su padre y su abuelo, el viejo nunca había querido contar el origen de su cojera. Ahora, Ernesto lo había averiguado en carne propia. Una bala policial de nueve milímetros.
Sintió ganas de bajar al sótano y comprobar el estado de la grieta, pero ¿para qué? En lugar de eso entró al baño y se miró en el espejo. Tenía ocho meses para dejarse crecer el bigote y las tupidas patillas que luciría en la fotografía que iba a colgar de la pared más destacada de la librería durante casi un siglo. El día de la inauguración, según creía recordar, conocería a una chica. Años más tarde se casaría con ella y tendrían un hijo, luego un nieto y después un bisnieto. Ellos se encargarían de mantener vivo el legado familiar, incluso cuando el público lector comenzase a escasear y aun cuando los libros dejasen de ser el verdadero negocio.
Glosario de argentinismos (opcional)
Rengo: Cojo.
Otario: Tonto, fácil de engañar.
Atorrante: En este caso, persona astuta, manipuladora, que sabe salirse con la suya.
Cuento del tío: Estafa que consiste en ganarse la confianza de alguien por medio de engaños para despojarlo de sus bienes.
Nota: Este cuento está incluido en Pandorum 1, aquí te puedes descargar gratis el Pandorum 1 completo