Me quedé hasta tarde en la oficina aquel martes. Llegué a comprar tabaco justo un minuto antes de que cerrara el estanco.
Era el invierno más frío de las últimas décadas y la gente se mantenía alejada de las calles al caer la noche. Descarté la posibilidad de tomar el autobús. A esas horas, la frecuencia del servicio no era más que una expresión de deseos y la idea de congelarme esperando en la parada no tenía nada de seductora. Encendí un cigarrillo y me abroché el gabán. Estaba a poco más de quince minutos de casa, cortando por el callejón de la antigua fábrica de aluminio.
Anduve a paso ligero para mantener el calor corporal. Tuve que detenerme al llegar a la Gran Vía para no ser atropellado por un Nissan que pasó con luz roja. Otro coche lo perseguía a cierta distancia. ¡Hay cada loco! Por lo demás, la calle estaba desierta. Crucé la Gran Vía y me metí por el atajo que conocía. Estaba oscuro y la neblina acortaba aún más la visibilidad en el callejón. Abracé mi maletín y agaché la cabeza para protegerme del viento con la bufanda. El monótono taconear de mis pasos era el único sonido que se oía y al poco rato me acostumbré a él, incorporándolo al silencio de la noche. La ciudad dormía y era como si el olvido se hubiese adueñado de cada suceso cotidiano. Deseé haber llegado ya al calor del hogar y conectar la tele para volver a sentirme parte de algo, alejarme, rescatarme del olvido. No somos más que olvido. La ciudad vacía es solo olvido. Te hace olvidar. Te olvida… ¿De qué estaba hablando?
—Señor, ¿puede ayudarme, por favor?
La voz del vagabundo me devolvió a la realidad. Quedé paralizado por un momento, sin saber bien qué hacer. ¿Cómo podía soportar aquel hombre las inclemencias del invierno a la intemperie?
Saqué unas monedas de mi cartera y volví a guardarla en el maletín. Cuando le tendí la mano con el dinero, el indigente se aferró a ella con desesperación.
—Monedas, no —dijo en un grito—. Quiero que me ayude, por favor.
El tipo tenía las manos pegajosas, como si no se las hubiese lavado en años. Sentí repugnancia por el contacto, pero la mirada atormentada del vagabundo despertó cierta piedad en mí.
—Tengo cigarrillos…
—Usted no comprende. No me deje solo, por favor. Tengo miedo.
Se aferraba cada vez con más fuerza a mi brazo, pringándolo de vaya a saber qué mezcla de sudor añoso con caldo de mil basurales. El asco se convirtió en horror, en ganas de huir, de no haber estado nunca frente a aquel hombre que ponía de manifiesto la cara más miserable del ser humano.
Sin detenerme a pensarlo, golpeé al vagabundo con mi maletín y logré zafarme de la presión.
Hui por el callejón, aturdido de pavor. Perdí por completo la noción de tiempo y espacio. Debí correr demasiado porque me dolían las piernas al llegar a la esquina de Aguilucho con Milonga. La vieja estación del ferrocarril, también olvidada, cargada de olvido, olvidándolo a uno.
¿Por qué?, ¿qué me había hecho aquel pobre tipo?, ¿me había contagiado su miedo? Tal vez no. Tal vez solo me había enfrentado con esa parte de la realidad de la que todos buscamos escapar.
A la luz de una débil farola, pude contemplar mis manos por primera vez. Estaban plagadas de manchas de un rojo amarronado. La sustancia que pringaba las manos del vagabundo no era sudor, comprendí con espanto. A los tropezones, corrí hacia el abandonado lavabo a enjuagarme las manos. Lo más probable era que aquel tipo acabara de cometer un crimen cuando se cruzó en mi camino. La sangre parecía humana ¡y estaba fresca!
Me froté las manos con desesperación debajo del grifo. Luego me mojé la cara para intentar serenarme y levanté la mirada hacia el espejo mugriento. La puerta de uno de los lavabos se abrió a mis espaldas. Con paso firme y tranquilo vi aparecer al mismo vagabundo en el espejo. Di media vuelta y me enfrenté a él. Tenía las manos ensangrentadas e incluso alguna salpicadura le manchaba la cara.
—Fue horrible lo que sucedió en aquel callejón. Necesito ayuda…
—Comprendo —dije intentando calmarlo. El indigente me sostuvo la mirada—. Usted quédese aquí, pídase algo en el bar de enfrente. Yo invito. Iré a buscar a alguien que pueda ayudarlo.
—¡A mí no me engañas! ¡Piensas llamar a la policía!
—De ninguna manera, quédese tranquilo.
—No me engañas… Los hombres-corbata sois todos unos chivatos.
Sin darme tiempo a reaccionar, me empujó y salió corriendo del lavabo.
—¡La policía no! —gritó.
Cuando logré recomponerme y asomarme a la calle, el hombre ya había desaparecido. Armándome de valor, decidí caminar de vuelta hacia el callejón.
Una vez allí, un sonido agudo y monótono me devolvió a la realidad. Era una sirena policial que se oía cada vez más nítida. Dentro del callejón había un cadáver. Y el olvido que poco a poco se iba diluyendo…
Seguí mi camino intentando recordar. Aquel vagabundo, el hombre que había suplicado mi ayuda, yacía muerto sobre el asfalto. Había sido golpeado con saña brutal y la sangre aún no se había coagulado.
«No somos más que olvido», pensé y toda la ciudad parecía sumirse nuevamente en ese olvido. Apuré el paso, deseando llegar lo antes posible a mi casa para encender la tele y volver a sentirme parte de algo. Conectarme a la realidad y abrir el maletín para borrar las huellas del arma homicida, como tantas veces había hecho antes, aunque luego se me olvide.
Nota: Este cuento está incluido en la obra Genteovejuna.